El final de una saga de herreros
A nuestro padre,
José Pantoja Lozano.
In memoriam.
La rudeza del herrero contrasta con su sensibilidad para darle al hierro el toque necesario y que éste no se pase. Cuando la barra incandescente salía del carbón, se iniciaba una sesión de trabajo hundiendo una y mil veces el martillo en la masa rojiza. Como el niño que construye figuras de plastilina, nuestro padre mimaba el metal llameante y le daba forma a su antojo. Lo metía un poco en agua, repiqueteaba el martillo en el yunque, miraba y remiraba la forma que iba adquiriendo, y seguía, seguía hasta que el tono se apagaba y aparecía como por arte de magia aquello que él deseaba.
Un poco de historia
Con el fallecimiento el pasado día 25 de enero de José Pantoja Lozano, se ponía el punto final a una tradición de herreros en la villa de Lopera. Los inicios de esta saga de herreros habría que situarlos en la vecina localidad de Marmolejo hacia mediados del siglo XIX, aquí Bartolomé Lozano Pedrajas montó la primera herrería en la calle Arroyo. Fruto de su matrimonio con Petra Muñoz Fernández, nacieron tres hijos Antonio, Pedro y Miguel Lozano Muñoz. De los tres, sólo Antonio siguió con la tradición de la herrería, la cual se trasladó a la calle Ramón y Cajal, 11. Antonio Lozano Muñoz conocido como “El sorono”, pues no en vano también compagino su trabajo en fragua con el de maquinista del cine de Basilio y en el de Ramona que era de verano, enseñó el oficio de herrero a varios aprendices, entre ellos a “Periquito el herrero”, Palomares y a otro llamado Antonio Pantoja Lopera, que a la postre sería su yerno al enamorarse y casarse con la hija del maestro, Petra Lozano Maderas.
El polifacético Antonio Pantoja Lopera
Tras licenciarse y pasar unos meses en Marmolejo, aún soltero, Antonio Pantoja Lopera decide trasladarse a nuestro pueblo y montar una herrería por su cuenta junto al Molino de Pijita en la calle Cánovas del Castillo número 38 (hoy almacén de Julián Alcalá Hidalgo en la Avda. de Andalucía).
El maestro Antonio Pantoja Lopera, contrajo matrimonio con su novia Petra Lozano Maderas el 11 de septiembre de 1929 y se instaló definitivamente en Lopera. Fruto de esta unión fueron 7 hijos (dos de ellos mellizos que fallecieron con corta edad), ninguno de los cuales, curiosamente, nació en Lopera, pues había costumbre de que su mujer se trasladara al final del embarazo a casa de sus padres y que allí nacieran los retoños, por lo que fueron inscritos y bautizados en Marmolejo. Pronto crecieron los hijos al calor de la fragua y se instruyeron en el arte de dar el fuelle y de aprender el oficio del herrero.
El trabajo en la fragua era muy duro, pues al no existir soldadura, todo se realizaba a base de calor y los hierros se tenían que unir en la fragua o por medio de remaches. Fueron duros momentos los que tuvo que pasar la familia Pantoja al tener que taladrar con máquinas manuales y con brocas forjadas a mano para poder traspasar duros hierros. Eran tiempos difíciles para el herrero por la tremenda fuerza que exigía su profesión. En los años 40 y 50 calzar unas rejas valía 3 pesetas y el jornal de campo estaba en torno a las 20 pesetas, así que muchos martillazos había que dar para ganar el jornal calzando rejas.
El incombustible y polifacético maestro Pantoja alternó la herrería con múltiples trabajos como vendedor de máquinas de hacer alpacas, tabernero en Marmolejo, vendedor de muñecas en la Feria de los Cristos, hasta llegar a sus últimos años en los que ejerció como chatarrero, distribuidor de periódicos y transportista de tabacos, etc.
José Pantoja Lozano, el último herrero
A los 14 años ya trabajaba en el taller que la familia Pantoja montó en la calle Bartolomé Valenzuela (hoy García Lorca número 8 a la altura de la casa de Juan de Dios Porras Coca). Corría el año 1944 y en taller trabajaban hasta 7 operarios. Los trabajos que se hacían eran, además de los de forja, arreglar los arados, calzar rejas, mantener los aros de los carros, etc. A José pronto se le unieron sus hermanos Antonio, Manuel y Vicente en las labores de la herrería, aunque sería Manuel el que más tiempo pasara en la misma hasta que se marchó a Madrid para trabajar en la fábrica de camiones Pegaso.
José Pantoja Lozano también compaginó otros trabajos con el de herrero. En los inviernos, al disminuir el trabajo por el periodo de la recogida de aceituna, ejercía funciones de tractorista con Miguel Moreno y también como maestro en el molino de aceite deVerdejo, junto a su gran amigo Antonio Hidalgo. A los pocos años de casarse con Margarita Vallejo Bellido, y embarazada ésta de su hijo José Luis, el maestro José tuvo que afrontar una operación a vida o muerte, tras rompérsele la pleura del pulmón izquierdo. Una maravillosa intervención, que marcó época a cargo del Doctor Sagaz, y le posibilitó seguir durante más de 50 años ejerciendo el oficio de herrero ganándose la vida a base de martillazos y descomunales esfuerzos junto a la fragua. Así siguió realizando gran cantidad de herrajes para todos los vecinos de Lopera y alrededores, pues rara es la casa de Lopera que no tiene algo realizado por José Pantoja.
Muchas huellas han dejado para la posteridad la familia Pantoja en su dilatada vida como herreros en Lopera, por citar algunos baste recordar todo el herraje a forja (balcones, ventanas, postigos, escaleras, etc.) de la Casa de Bartolomé Valenzuela, las lámparas que penden de las bóvedas de la iglesia (junto al Maestro Conejo) y la de Jesús o las magníficas puertas de las bodegas Herruzo, las cuales aún se mantienen intactas y se pueden admirar en la parte central de las mismas los racimos de uvas y sarmientos que se hicieron a forja, por citar algunas de las obras.
Una tradición muy loperana que también ha dicho adiós con el final de los herreros era la que tenía lugar en Navidad. En los días previos muchos niños acudían en masa a la herrería de José Pantoja a pedir los “mocos de herrero” (escoria del carbón), a los que se le echaban harina encima y parecían montañas nevadas y servían para decorar los belenes.
Finalmente, fueron los gases inhalados en la fragua, unidos a la huella que dejó en José Pantoja Lozano aquella terrible operación citada anteriormente, los que fueron aflorando en su salud en los últimos años de su vida hasta acabar definitivamente con él en la noche del domingo 25 de enero de 2004.
Anecdotario
De las múltiples anécdotas vividas junto al yunque y la fragua, nuestro padre siempre recordaba y nos contaba aquella cuando en cierta ocasión se encontraba cortando un hierro en caliente en la tajadera del yunque y un trozo saltó con tal mala fortuna que fue a caer en una de las botas del aprendiz Antonio Alcalá “el Gallollo”. Al instante, éste comenzó a dar saltos, ante lo cual el maestro, Antonio Pantoja comenzó a hacer gestos indicando como que el muchacho se había vuelto loco. El aprendiz a toda prisa y como pudo consiguió meter el pié en un cubo de agua y al momento comenzó a salir humo de la cubeta. Entonces todos comprendieron a donde había ido a parar el trozo de hierro ardiendo.
Otra muy graciosa ocurrió cuando José Pantoja fue a reparar un motor en la Hacienda de Mendoza, uno de los aprendices que le acompañaba sin querer echó una herramienta al pozo y el maestro no tuvo otra ocurrencia que hacerle bajar al aprendiz al fondo del mismo para recuperarla y sí que la recuperó, recibiendo después el pertinente pescozón.
Una última tuvo de protagonista a Manuel Pantoja, el cual cierto día estaba en la fragua cortando pequeños trozos de hierro y se le ocurrió, junto a su hermano Vicente, una tropelería, que a la postre fue duramente reprimida a base de cogotazos por el maestro. Y es que por la calle donde se ubicaba el taller cierto día pasó una manada de pavos y Manuel tuvo la ocurrencia de echarle un trozo ardiendo a un pavo, el cual al verlo de tono rojizo rápidamente intentó engullir, sólo que el mismo no le llegó más lejos del propio cuello por donde salió rápidamente por un orificio producto del calor que desprendía el hierro. El pavo cayó fulminado al suelo donde murió al instante. El pavero le recriminó al maestro la travesura de sus hijos y finalmente le tuvo que pagar el pavo, que en la comida del medio día buena cuenta dieron los Pantoja en un guiso preparado por Petra.
Colofón: Retazos del recuerdo de Antonio Pantoja Vallejo
De mi padre aprendí muchas cosas que hoy aplico a diferentes áreas de la vida y del conocimiento. Lo principal era que nunca dudaba que podría solucionar los problemas que se le presentasen. Él lo aplicaba al campo de la herrería. Nada se le resistía, todo podría arreglarse. Pequeños trucos para manejar las herramientas, sencillas fórmulas para dar salida airosa a situaciones profesionales complejas, etc.
Recuerdo los veranos ayudándole en el taller de carpintería metálica y herrería. Cómo me enseñó a mimar el tubo al soldar para evitar hacer agujeros.
Me gustaba la forma tan peculiar que tenía de hacer la puntilla para señalar, el granete para marcar o cómo afilaba las tizas para hacer trazados finos.
La soltura con la que utilizaba la catalina y el espetón, los dos elementos que sirven al herrero para dominar el fuego que desprende el carbón enfebrecido, me retraen a tiempos imborrables.
Otro dominio impecable de mi padre en sus buenos tiempos era su facilidad para emitir tacos. Habitualmente no lo hacía, pero apenas se torcían las cosas, no cuadraba la división de los barrotes de una escalera o se rompía la broca, comenzaba a proferir una retahíla de tacos interminable. Pero a voces, nada de hacerlo en voz baja. Lo más gordo venía cuando se golpeaba el dedo con el martillo o cuando una de esas gotas traicioneras de hierro incandescente de la fragua o de la soldadura eléctrica penetraba por el calzado y le llegaba al pie. Entonces los carros de santos cagados pasaban por el taller en un desfile interminable. Pero aquello era de una inocencia atroz, fruto sin duda de una subcultura del taco que no pasaba de unas palabras malsonantes. Mi padre era inocente, inofensivo, como un niño grande. Enseguida, todo se apaciguaba, aunque a veces tenía que terciar mi madre para apagar el fuego que salía de su boca, mucho más abrasante que el de la fragua.
El verano de 1997 hicimos juntos la baranda de la escalera de mi nueva casa en Torredonjimeno. Para mí, aprendiz de herrero, fueron todo un lujo irrepetible aquellas inolvidables semanas junto a mi padre y mi maestro.
Y qué puedo decir de nuestro Atlético de Madrid, cuando en una final de copa fuimos a verlo a Madrid o cuando me llevó en la Ossa a Córdoba a presenciar un brillante Córdoba-Atlético. Su afición la heredó de mi tío Cristóbal al hacer la mili en Cuatro Vientos. Entonces se llamaba Atlético Aviación. Pero le pasó como a mí, nunca fue un fanático, y aunque se le erizaba el pelo del cogote si jugaba con el Real de los señoritos (como decía mi tío Cristóbal), hacía de tripas corazón cuando nos ganaba. Qué mal lo pasó en aquella final de la Copa de Europa frente al Bayern o los dos años que pasamos en segunda. En sus últimos años no sabía muy bien quienes eran sus jugadores, ni con quien jugaba cada fin de semana. Pero cuando murió, tenía en el bolsillo de su camisa un viejo bolígrafo con el escudo del Atlético y el almanaque de la temporada 2003/2004. Con él hasta la muerte.
Epílogo
El recuerdo del repiqueteo del martillo en el yunque
y de los silbidos acompasados,
saliendo de la herrería a borbotones,
nos acompañarán siempre.
Padre, siempre estarás en nuestra memoria.
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