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José Luis Pantoja Vallejo

LA TIENDA DE LUISA GIL, LA DEL “MARMITO”

LA TIENDA DE LUISA GIL, LA DEL “MARMITO”

Por José Luis Pantoja Vallejo

Foto ampliada: 1

      In memoriam de una sencilla

tendera, trabajadora, madre y ama de casa,

uno más de los personajes humildes

de la intrahistoria loperana.

 

En la esquina del comienzo de la calle Magdalena y en una intersección mágica con la calle Cuesta, Caño Liso y El Pilar, se ubicaba hace ya algunos años la tienda de comestibles y ultramarinos de Luisa Gil, conocida como Luisa, la del “Marmito”. Este apodo se lo debía a su padre, que junto con su madre e hijo formaban la unidad familiar. Quedose viuda muy joven Luisa, por lo que tuvo que asumir las riendas de la educación de su hijo Antonio, llevar la tienda y, al mismo tiempo, ejercer de ama de casa. Esto último no era poca cosa, pues con ellos convivían, como he dicho, sus padres, y el trabajo era doble. Mucho más si tenemos en cuenta que la abuela no gozó de muy buena salud, al menos como yo la recuerdo.

Tenía Luisa una bondad extrema, de forma que trataba a las personas y a las cosas con una naturalidad y sencillez fuera de lugar. Físicamente no era gran cosa, bajita y regordeta, pero guardaba dentro de sí una agilidad y diligencia poco común. La recuerdo cortando con gran presteza el jamón que siempre tenía colgado a la derecha del mostrador de la tienda. Casi sin aparente esfuerzo sacaba unas lonchas finas, finas. Y cómo doblaba el papel de estraza en el que envolvía todo lo que pedían las clientas –por aquellos tiempos los hombres compraban poco-, tras pesar los productos en la báscula de la marca Roch que presidía el mostrador.

Ahora, que han pasado ya más de cuarenta largos años, veo la tienda como una especie de museo, como una habitación multiusos donde no sólo había comestibles, también alpargatas, cuerdas, piensos y un largo etcétera que no recuerdo con precisión. La parte central de la estancia, alargada en el sentido de la calle Magdalena, estaba ocupada por un amplio mostrador con vitrinas donde se veían toda clase de productos, al igual que en las grandes estanterías que existían detrás del mismo. Varias cosas llaman mi atención en esta visión retrospectiva: la máquina de cortar el bacalao y el ventilador. La primera porque se trataba de una guillotina que no tenía ninguna protección. Estaba sobre el mostrador al alcance de cualquiera y sólo la voz de Luisa advirtiendo lo que iba a hacer hacía persistir a los niños curiosos de poner los dedos donde no debían. ¡Niño apártate que voy a cortar el bacalao!, gritaba de cuando en cuando Luisa. Y acto seguido resonaba en la tienda el golpe fuerte y seco de la cuchilla. Al ventilador le ocurría lo mismo, era todo metálico con las hélices de acero cortante y sin rejilla protectora. Estaba casi siempre funcionando, pues Luisa era muy calurosa y le gustaba que estuviera la tienda fresca y sin moscas. Por eso, había de forma perenne una cortina atajando el paso de los que entraban. Mi reflexión me lleva a considerar que nunca hubo ningún accidente con ambos instrumentos, a pesar de que la tienda estaba siempre llena de niños comprando golosinas.

Las ventas se hacían casi todas a granel y, en muchos casos, fiado. Para este menester, tenía Luisa una libreta en la que anotaba los productos que vendía en una especie de cuenta que tenía abierta a cada familia. Solía ser habitual por entonces que al término de la recolección de la aceituna se liquidase el débito y se abriese uno nuevo. Los tiempos eran muy distintos a los de ahora, especialmente para los obreros del campo que en muchas ocasiones tenían que vivir fiado en periodos de penuria hasta que llegaran mejores momentos. Lo cierto es que sobre el mostrador de la tienda había latas grandes de atún, sardinas, caballa, etc. que eran vendidas a granel. Las necesidades económicas propiciaban que se afinara mucho en las compras. Luisa, ponme cuarto y mitad de atún, Luisa dame cuatro jícaras de chocolote. Nada que ver con lo que vivimos en la actualidad.

En el suelo se disponían, al frente y a los lados del mostrador, sacos variados de trigo, molluelo, garbanzos, alubias y yo qué sé más. En un estante al alcance de la mano estaba la caja de los arenques, colocados meticulosamente en radio. Un pescado muy apreciado en la época y que formaba parte de la dieta se seguían en las comidas en los “atos” de trabajo. Cuando de vez en cuando veo estas cajas en algún supermercado no puedo por más que evocar estos recuerdos y hacer partícipes de los mismos a mis hijos.

Un útil que me causaba sensación era el molinillo de café. Era de madera y tenía un rabo muy largo terminado en una perinola que de cuando en cuando se caía al suelo y ponía nerviosa a Luisa. Pero nunca perdía los estribos a pesar de que en más de una ocasión perinola y molinillo salieron despedidos de sus manos.

Recuerdo que cuando aparecieron los primeros yogurt, Antonio Madero –mi amigo “Marmito”, el hijo de la Luisa- y yo nos autoinvitábamos a alguno. Eran tiempos de un españolismo institucional y pensamos –incrédulos nosotros- que todos los productos eran hispanos. Danone nos lo vendieron como una marca abanderada por el gobierno y lo comíamos como si de patriotismo se tratara. Así devoramos los yogurt de caramelo, chocolote y unos que aparecieron como novedad y que por su exotismo eran exquisitos, los Grand Marnier.

Allí, en la parte trasera de la tienda, junto a mi amigo Antonio Madero, pasé muchos buenos ratos de mi adolescencia. En el año 1974 vivimos juntos la final de la copa de Europa entre el Atlético de Madrid –mi equipo del alma- y el Bayer de Munich. El gol de Luis Aragonés, las siguientes tonterías de Gárate en el banderín de corner unos minutos antes del final del partido para perder tiempo y el gol in extremis de los alemanes no se me olvidará jamás.

En la puerta de la tienda se establecían en los atardeces interesantes tertulias entre el abuelo Marmito y Juan Criado. Ambos se pasaban las horas muertas sentados de lado en las sillas de enea con un brazo echado en el respaldar. Marmito, con su boina y la barba blanca en flor perenne, la tez muy clara y los ojos en embullición siguiéndolo todo sin perder detalle. Juan Criado, apuesto y elegante, con su sombrero y su bastón muy atento a la conversación, dejando hablar a Marmito para luego espaciar su discurso, meditando todo lo que expresaba. En muchas ocasiones me sentaba junto a ellos en el escalón de la tienda y les oía hablar embelesado en su conversación. En 1969, cuando todos asistimos perplejos y un tanto escépticos, a la llegada del hombre a la luna, ambos contertulios apenas si prestaron atención al hecho. Pensaban que la televisión era un “engañabobos” y que sólo decía mentiras. Como me extrañó que no comentaran el asunto, tuve la mala fortuna de sacarlo a conversación. Para qué se me ocurriría, porque la tomaron conmigo y con la juventud en general. Decía el abuelo Marmito señalando con genio con el dedo a la luna que se paseaba cerca de la chimenea de la fábrica Cabrera: Pero, a ver, “Pantojas”, tú crees que un hombre puede estar allí arriba. Vamos es que hay que ser tonto para creerlo, qué ilusos sois los jóvenes. Juan Criado asentía con la cabeza. Los reproches llegaron a ser tan graves que la gente que iba a la tienda se paraba en la puerta para escuchar las severas afirmaciones contra el hecho, contra el progreso y, por extensión, contra todo lo nuevo. Aquellos juicios tan simples y sanos, los he guardado como en alcanfor porque evidencian ese halo de desconfianza que la raza humana tal vez no debería perder nunca. Menos aún hoy en día, que los medios de comunicación nos lavan el cerebro y nos hacen creer en aquello que más les interesa según su ideología. Pero, también me gustaría contemplar la cara que pondrían los dos viejos al ver hervir un vaso de leche dentro de una caja metálica (microondas) o cómo duplican ovejas como si se tratara de roscos de vino. Sí, ilusos.

La tienda de la Luisa, la del “Marmito”, supone para mí e imagino que para muchos loperanos, recuerdos de un tiempo pasado que en muchos aspectos fue mejor, de una época de nuestras vidas donde se daba más importancia a las cosas pequeñas y al trato con las personas. La tienda de Luisa, la Luisa del “Marmito”, es un ejemplo de tesón y de lucha desde el trabajo diario y la humildad. Vayan para ella todos mis recuerdos y mi cariño. Gracias, Luisa, por estar ahí en mi juventud.

Antonio Pantoja Vallejo


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